por Jorge Moruno Danzi en El Confidencial.
La irrupción de la cocaína en el escenario mundial coincidía con la llegada al poder de Reagan y Thatcher, y la consecuente deriva neoliberal del capitalismo hacía la sumisión total del Estado al mercado caótico y la vorágine privatizadora de muchos servicios públicos. Don dinero comienza a fluir y a surcar los mercados globales e interpelar todas las facetas de la vida, con la cocaína como compañera de viaje a modo de “suplemento proteínico” que ayuda a soportar el torbellino que arrastran los nuevos tiempos. Vidas rápidas en constante ebullición se apoyan en la droga para no desaprovechar tiempo, reducir el lastre del descanso, estar siempre atento, despierto y no dejar pasar ninguna oportunidad que se nos presente; el tiempo realmente se convierte en oro.
Lejos de haber dejado atrás el protagonismo central que goza la cocaína en nuestras sociedades en los últimos 30 años, con el estallido de las nuevas tecnologías y el proceso globalizador, se adhieren una multiplicidad de estimulantes y antidepresivos que reflejan los altos niveles de insalubridad psicosocial contemporánea.
El problema no siempre guarda relación con las noticias alarmantes que aparecen en los medios sobre la deriva y la perdición de los jóvenes, sumidos en un mundo donde las drogas resultan sinónimo de ocio y diversión. En realidad, la tragedia se vive de manera mucho más cotidiana y diluida entre los ciudadanos normales que pagan sus impuestos.
Legalmente se puede acceder a todo tipo de drogas como el Ritalín o el Prozac, sin las cuales sería impensable desarrollar el normal funcionamiento socioeconómico por una parte de la población, frente a los retos adversos que presenta la vida –sólo en el Estado Español, el consumo de antidepresivos se ha triplicado en la última década–. Para nuestra rutina diaria encontramos normal el uso de estimulantes en forma de refresco, como el Red Bull –prohibido en Dinamarca por contener un principio activo que devastó mentalmente a las tropas de EEUU en Vietnam–, o el Burn, que no son más que una imitación y democratización de los efectos energizantes que suele otorgar la cocaína, pero ahora con amparo legal. Por su control de los ritmos de humor, los antidepresivos o euforizantes hacen especial mella en aquellos sectores laborales que participan directamente en la producción inmaterial y virtual propiamente dicha, lo que augura el advenimiento de una crisis psicosocial de la que aún no podemos sacar cuentas.
Capitalismo cognitivo
En la sociedad de la información la conexión y producción entre mentes y la valorización económica del conocimiento, ocupan un lugar privilegiado en la reproducción del llamado capitalismo “cognitivo”. Su materia prima fundamental es el intelecto humano en sus términos más genéricos, lo que agrava enormemente la problemática. La aceleración intensiva de los ritmos productivos y comunicativos y la preponderancia de un ciberespacio ilimitado frente a un cerebro humano que opera de forma más lenta que la realidad, conlleva un desfase y ruptura patógena que se ve reflejado en la vitalidad de la industria de los psicofármacos.
De manera paralela y en ocasiones entrelazada a lo ya expuesto, se percibe un incremento de los casos registrados de internación urgente en psiquiátricos –7,8% más que 2007, sólo en Barcelona– que se achacan a la coyuntura de crisis económica, pero que sin duda hunde sus raíces en los ganglios de las relaciones sociales contemporáneas.
El tiempo que parece sacado de sus goznes es colonizado al completo por la publicidad, el marketing y el consumo desbocado bajo el paraguas ideológico de una felicidad banal y trivial. Ésta precisa ser sustituida incesantemente al desaparecer su atracción poco tiempo después de poseer el producto o la sensación en cuestión. En una sociedad incapaz ya de integrar socialmente a través del trabajo, –tasa estructural de paro, temporalidad, precariedad, intermitencia– el estatuto de ciudadano se adquiere a través de nuestra capacidad subjetiva de acceso al consumo. El principio de realidad se fusiona con el del deseo, en donde la libertad de elegir dentro del amplio abanico de gustos que ofrece el elixir del mercado, se transforma en tarea obligada que nos posiciona y estructura socialmente. Los lazos comunitarios se mediatizan siguiendo los patrones que dictan las campañas publicitarias y las líneas que dibuja el consumo, que amplifican una llamada a la que todos quieren acudir, pero que algunos no pueden responder.
Todo un cúmulo de frustraciones, estancamiento, aceleración, estrés, agotamiento y depresión generados por los modos de vida imperantes, vaticinan un futuro plagado de enfermedades neuronales y miseria existencial incubado en el centro del sistema social.
¿Son las locuras consecuencia de un modo de producción o, es el sistema mismo una locura? Deberíamos someterlo a un estudio médico para confirmar su insalubridad ecológica, social, económica y cognitiva.
La irrupción de la cocaína en el escenario mundial coincidía con la llegada al poder de Reagan y Thatcher, y la consecuente deriva neoliberal del capitalismo hacía la sumisión total del Estado al mercado caótico y la vorágine privatizadora de muchos servicios públicos. Don dinero comienza a fluir y a surcar los mercados globales e interpelar todas las facetas de la vida, con la cocaína como compañera de viaje a modo de “suplemento proteínico” que ayuda a soportar el torbellino que arrastran los nuevos tiempos. Vidas rápidas en constante ebullición se apoyan en la droga para no desaprovechar tiempo, reducir el lastre del descanso, estar siempre atento, despierto y no dejar pasar ninguna oportunidad que se nos presente; el tiempo realmente se convierte en oro.
Lejos de haber dejado atrás el protagonismo central que goza la cocaína en nuestras sociedades en los últimos 30 años, con el estallido de las nuevas tecnologías y el proceso globalizador, se adhieren una multiplicidad de estimulantes y antidepresivos que reflejan los altos niveles de insalubridad psicosocial contemporánea.
El problema no siempre guarda relación con las noticias alarmantes que aparecen en los medios sobre la deriva y la perdición de los jóvenes, sumidos en un mundo donde las drogas resultan sinónimo de ocio y diversión. En realidad, la tragedia se vive de manera mucho más cotidiana y diluida entre los ciudadanos normales que pagan sus impuestos.
Legalmente se puede acceder a todo tipo de drogas como el Ritalín o el Prozac, sin las cuales sería impensable desarrollar el normal funcionamiento socioeconómico por una parte de la población, frente a los retos adversos que presenta la vida –sólo en el Estado Español, el consumo de antidepresivos se ha triplicado en la última década–. Para nuestra rutina diaria encontramos normal el uso de estimulantes en forma de refresco, como el Red Bull –prohibido en Dinamarca por contener un principio activo que devastó mentalmente a las tropas de EEUU en Vietnam–, o el Burn, que no son más que una imitación y democratización de los efectos energizantes que suele otorgar la cocaína, pero ahora con amparo legal. Por su control de los ritmos de humor, los antidepresivos o euforizantes hacen especial mella en aquellos sectores laborales que participan directamente en la producción inmaterial y virtual propiamente dicha, lo que augura el advenimiento de una crisis psicosocial de la que aún no podemos sacar cuentas.
Capitalismo cognitivo
En la sociedad de la información la conexión y producción entre mentes y la valorización económica del conocimiento, ocupan un lugar privilegiado en la reproducción del llamado capitalismo “cognitivo”. Su materia prima fundamental es el intelecto humano en sus términos más genéricos, lo que agrava enormemente la problemática. La aceleración intensiva de los ritmos productivos y comunicativos y la preponderancia de un ciberespacio ilimitado frente a un cerebro humano que opera de forma más lenta que la realidad, conlleva un desfase y ruptura patógena que se ve reflejado en la vitalidad de la industria de los psicofármacos.
De manera paralela y en ocasiones entrelazada a lo ya expuesto, se percibe un incremento de los casos registrados de internación urgente en psiquiátricos –7,8% más que 2007, sólo en Barcelona– que se achacan a la coyuntura de crisis económica, pero que sin duda hunde sus raíces en los ganglios de las relaciones sociales contemporáneas.
El tiempo que parece sacado de sus goznes es colonizado al completo por la publicidad, el marketing y el consumo desbocado bajo el paraguas ideológico de una felicidad banal y trivial. Ésta precisa ser sustituida incesantemente al desaparecer su atracción poco tiempo después de poseer el producto o la sensación en cuestión. En una sociedad incapaz ya de integrar socialmente a través del trabajo, –tasa estructural de paro, temporalidad, precariedad, intermitencia– el estatuto de ciudadano se adquiere a través de nuestra capacidad subjetiva de acceso al consumo. El principio de realidad se fusiona con el del deseo, en donde la libertad de elegir dentro del amplio abanico de gustos que ofrece el elixir del mercado, se transforma en tarea obligada que nos posiciona y estructura socialmente. Los lazos comunitarios se mediatizan siguiendo los patrones que dictan las campañas publicitarias y las líneas que dibuja el consumo, que amplifican una llamada a la que todos quieren acudir, pero que algunos no pueden responder.
Todo un cúmulo de frustraciones, estancamiento, aceleración, estrés, agotamiento y depresión generados por los modos de vida imperantes, vaticinan un futuro plagado de enfermedades neuronales y miseria existencial incubado en el centro del sistema social.
¿Son las locuras consecuencia de un modo de producción o, es el sistema mismo una locura? Deberíamos someterlo a un estudio médico para confirmar su insalubridad ecológica, social, económica y cognitiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario