Esta crisis está desmontando diversos mitos del capitalismo. El primero, que el capital privado es capaz de gestionar una empresa mejor que el capital público. El crac financiero mundial ha demostrado la absoluta falsedad de esta premisa, algo que la simple y sencilla lógica ya evidenciaba: será la buena o mala gestión la que determine el éxito o la ruina. No hay que ser muy listo para darse cuenta de que hay empresas públicas muy rentables y otras deficitarias; igual que hay empresas privadas muy rentables y otras deficitarias. La única diferencia radica en quién se lleva los beneficios de una empresa exitosa y quien tiene que afrontar las deudas cuando la empresa se arruina. Así, como el capitalismo no es más que el sistema preferido de los más ricos y poderosos, de los oligarcas socio-económicos, éstos se han encargado de inventar el mito del que hablamos dándole una apariencia respetable gracias a las teorías de economistas liberales y a todo un ejército de propagandistas y publicistas.
Cuando todo va bien se quedan con los beneficios y cuando todo va mal exigen que los demás apechuguen con sus nefastas cuentas de resultados. Pero como son los más ricos y poderosos, sus empresas son las más grandes e importantes. Emporios empresariales cuya quiebra supone gravísimas repercusiones, a veces traumáticas, en las economías y sociedades de sus países. Cuando ocurre, sus números rojos tienen tantos dígitos que sólo una institución es capaz de acudir en su rescate: el estado. En ese momento, sacan inmediatamente a sus voceros a la calle para exigir la ayuda pública, la ayuda del estado, la ayuda de la nación. Y a continuación, sus políticos –los que tienen en nómina y los tontos útiles– concluyen la operación y dan la puntilla a cualquier resistencia que pudiera surgir en el pueblo; mintiendo para vender que el salvamento de los plutócratas es el mal menor ya que su quiebra perjudicará principalmente a los trabajadores.
La crisis en curso lo ha vuelto a demostrar: cuando el sistema financiero de un país quiebra tiene que acudir el estado, la nación, en su rescate. En tiempos recientes ocurrió en Suecia o en Japón y ahora en la cuna del capitalismo. Que los entramados bancarios estadounidense y británico hayan saltado por los aires, además de ser un indicador de las magnitudes de la depresión mundial hacia la que marchamos, no ha movido a la reflexión seria y crítica de los adalides del liberal-capitalismo. Pretenden desviar la atención echando las culpas a la voracidad y avaricia de los directivos y gerentes, sin mentar las responsabilidades últimas de los propietarios banqueros. Y como saben de la estulticia de las masas de individuos-consumidores, proponen por toda solución nuevos códigos de conducta y más vigilancia para que excesos como éstos no vuelvan a suceder. Pocos son los que denuncian que esto no tiene solución en el capitalismo porque medidas tan cándidas van contra su propia naturaleza, contra su esencia misma: la única y exclusiva obtención de un beneficio económico, pese a quien pese. Aún en el supuesto de que los mandamases de los G-20 y G-8 y G-7 y otras G establecieran nuevas normas y más vigilancia, nada cambiará. Es más buenismo, más infantilismo… Es como creerse el discurso de Obama en su pretensión de que va a cambiar el mundo.
En EE.UU y el Reino Unido el dinero público ya ha entrado a raudales en los bancos amenazados. En EE.UU 340.000 millones de euros, en Europa otros 205.000 millones, en total 545.000 millones. Primero comprándoles sus “activos tóxicos”, los que ya no tienen valor ni lo van a tener nunca, a precio de amiguetes, de contubernio. Y tras no dar resultado, ahora, capitalizándolos, nacionalizándolos. Convirtiéndose el estado en accionista mayoritario y en su nuevo gestor. ¿Dónde están los liberales y sus convicciones de que la gestión privada es más eficiente que la pública? ¿Es que sólo son aceptables los directivos del estado y sus directrices y órdenes cuando se trata de apagar un incendio y de reflotar una entidad arruinada?
En EE.UU entidades como AIG o Fannie Mae y Bernie Mac ha recibido más de 100 mil millones, Citigroup 46 mil, JP Morgan y Wells Fargo 18 mil, Bank of America 15 mil, Goldman Sachs y Morgan Stanley 7 mil… En el Reino Unido, RBS 25 mil, Lloyds/HBOS 21 mil, Barclays 15 mil… En Benelux, Fortis 11 mil, ING 10 mil, Dexia, 6mil… En Alemania, Hypo Real State 35 mil, West LB 23 mil, Sachsen LB 17 mil, IKB 9 mil, Commerzbank 8 mil… En Francia Credit Agricole, BNP, Societe Generale y otros más de 10 mil… En Suiza, UBS 3 mil…
La más reciente “salvación” en EE.UU ha sido la del Bank of America que recibirá 15 mil millones de euros y dispondrá de otros 90 mil millones para tapar sus agujeros por la compra de Merril Lynch (que había comprado en noviembre por 37 mil millones). O sea, dinero público para financiar la compra de un competidor privado por un banco privado. Por cierto, Bank of America ha cerrado 2008 con casi dos mil millones de beneficios.
Esto no ha hecho más que empezar. Cada día son más bancos los que advierten de su negro porvenir. En Londres, capital financiera mundial, todo se ha derrumbado y ya se prepara un nuevo plan de rescate. En Madrid, el Banco de España y el gobierno ya han advertido de que la salvación de algunas entidades es cuestión de tiempo. Aquí tampoco va a funcionar la “compra” de los activos tóxicos. Y todo esto es más sangrante cuando se repasan los beneficios de todas estas entidades bancarias y financieras durante los años del pelotazo y de la burbuja, del gran engañabobos, de la grandísima falacia de que éramos más ricos que nunca pero menos que mañana. Esas ganancias en 2001 fueron de 8.691 millones de euros, en 2002 de 5.780 millones, en 2003 de 6.293, en 2004 de 7.766, en 2005 de 12.334, en 2006 de 15.730, en 2007 de 18.877, y el año pasado, pese a todo, de 17.974 millones. Beneficios que volverán a engrosar sus cuentas corrientes cuando todo esto pase –si es que se soluciona en nuestro caso. Porque, a modo de corolario de esta gran estafa, cuando se sanean estos bancos vuelven a ser privatizados, el estado repliega velas y los devuelve a sus anteriores propietarios, a los magnates y a sus gestores, que retornan ensalzados por el coro mediático que repite el mantra de que son más eficaces para la gestión que los que acaban de sacar a su banco del pozo.
Ahora bien, si esto es así, si ésta es la realidad incuestionable, todas las críticas de los liberal-capitalistas a la nacionalización del sistema financiero pierden su razón. Si la aceptan en un momento dado, ¿por qué no puede prolongarse indefinidamente esa situación? Tal y como muchos ciudadanos se preguntan ¿por qué se nacionalizan las pérdidas y se privatizan los beneficios? ¿Por qué tenemos que pagar todos las deudas de los banqueros si no vemos ni un euro cuando reparten beneficios? Y es que la única justificación de los capitalistas es la apropiación de los beneficios producidos por parte de unos en detrimento de otros: por parte de los oligarcas en detrimento de los ciudadanos-trabajadores, de la nación. Esto es así porque, además, el único móvil de la oligarquía es el del beneficio económico al margen de cualquier otra consideración, mientras que el leit motiv de una sistema bancario nacional, público, estatal, es no sólo su rentabilidad contable sino la de la satisfacción de las necesidades de la comunidad nacional derivadas de los servicios crediticios que son su razón de ser. Es la primacía de la dimensión política sobre la visión economicista.
Pero de la misma manera que este es el principio rector de nuestra apuesta y propuesta –que sea el conjunto de la nación la que se beneficie y no una oligarquía de privilegiados–, las experiencias históricas nos señalan cuáles han sido los medios de gestión de organismos públicos que han fracasado y por qué. Es nuestra convicción que de la misma manera que no se puede identificar propiedad privada con gestión eficaz tampoco se puede vincular propiedad pública con gestión ineficaz. La condición primigenia por la que el poder político nacional es el único vector directriz de esa banca nacional no implica que deba ser ineficaz, corrupto e incompetente. Es irrenunciable una premisa, la dirección política debe ir de la mano de gestores eficaces, de directivos competentes, nombrados tanto por su identificación política como por su competencia profesional. Los liberal-capitalistas dirán que esto no es posible, pero el reto que se nos abre es precisamente éste: ¿por qué un empleador público no puede seleccionar competentes profesionales en la misma manera que lo puede hacer uno privado? ¿Es que en este último caso, el empleador privado no le exige un cierto grado de “sintonía” con su propia “visión del mundo” al empleado seleccionado? En definitiva, las ciencias actuales vinculadas al Trabajo, a su organización y gestión, ofrece herramientas suficientes para que esto se posible. Con todo, somos conscientes que el vigente sistema de empleados públicos, de funcionarios, que remonta sus fundamentos al siglo XIX está caduco y que requiere de un replanteamiento absoluto.
Por último, se criticará esta propuesta arguyendo que una economía con sectores nacionalizados no atraerá inversión extranjera. No se trata de traer a escena el caso de China, una economía controlada por el estado comunista que no por ello carece de inversiones foráneas. No se trata, tampoco, de recordar que los capitalistas invierten allí donde pueden obtener beneficios. Pero sí, para acabar, recordaremos algunos datos objetivos. En la actualidad, un puñado de oligarcas acapara más del 45% del capital de las empresas cotizadas en España. En los últimos años se ha producido una concentración de los títulos de la Bolsa en pocas manos de tal manera que los accionistas significativos (aquellos con participaciones superiores al 3% de una compañía) controlan el 44,5% del total de las acciones en circulación. Además, los consejeros de estas compañías controlan otro 11% y las autocarteras otro 1%, lo que deja sólo el 43,5% de las acciones totales en libre circulación. Así las cosas, los inversores extranjeros ya encuentran escasos atractivos para invertir en el mercado capitalista actual.