Recientemente, las feministas de izquierda han celebrado a los pies de los leones de las Cortes la aprobación de la ley de igualdad sociata. De acuerdo con la misma, hasta un máximo del 60% de las listas de los concurrentes electorales podrá ser del mismo género: hombres o mujeres. Sin entrar en la discusión entre "meritocracia" y "discrimación positiva", ésta es otra maniobra tendente a reforzar el régimen partitocrático, y por tanto antidemocrático, en el que chapoteamos los españoles.
En diversos países del occidente liberal está surgiendo una corriente favorable al voto en blanco en los procesos electorales. El enemigo contra el que se bate esta corriente es el sistema oligárquico de partidos que se ha ido consolidando tras la segunda guerra mundial.
Los portavoces de esta posición entienden que el mayor mal que nos azota no es que gobierne un partido u otro, sino la degradación del propio sistema. Cualquier avance hacia la democracia verdadera está taponado por una casta política abrazada a prácticas seudo-representativas y demagógicas que ya los griegos bautizaron como “oligocracia”. Modernamente hablamos de “partitocracia” para designarlas.
Ante esta situación, el fenómeno de la abstención es ambiguo. Puede reflejar posiciones de rechazo al sistema, pero también repliegue pasivo en la indiferencia política y, en ocasiones, pulsiones antidemocráticas. El voto en blanco es la única alternativa, ya que va directamente contra la línea de flotación de esa falsa democracia, sin renunciar a la democracia verdadera, reivindicándola con una disposición activa.
Mientras votemos a la oposición para castigar al gobierno, seguimos alimentando el sistema, seguimos otorgándole legitimidad. Beneficiamos a todos los partidos que viven del sistema y se burlan de nosotros. El partido que gana obtiene como premio el gobierno, pero los otros van a la oposición, donde también existen beneficios y privilegios: dinero público para el partido, sueldos pagados por los ciudadanos, coches oficiales y participación, como cuota, en instituciones y empresas públicas o dominadas por el poder político. También prestan legitimidad al sistema y aumentan la confusión de la población las minorías que participan en los procesos electorales con la única finalidad de conseguir publicidad, aireando programas más o menos radicales.
Si creemos que la posibilidad de un sistema democrático está bloqueada por la partitocracia, cada vez más cínica y corrupta, el voto en blanco es la mejor opción porque ese voto representa un claro mensaje al sistema: “somos demócratas y queremos democracia, pero no la vuestra, la que negáis o corrompéis, sino una democracia auténtica, limpia, en la que el ciudadano controle a los poderes y participe en los procesos de toma de decisiones”.
Si estamos convencidos de que la democracia se identifica con la plena soberanía nacional-popular, que es un sistema definido como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, votar en blanco es rechazar a los actuales caciques políticos y decirles que dejen de hablar en nombre de la democracia. Que somos ciudadanos, no súbditos. Que sin ciudadanos, sin atender permanentemente a la opinión ciudadana y sin ganarse cada día la confianza de los votantes, la democracia no existe y que lo que ellos están haciendo es apoyarse en una falsa democracia para ejercer un dominio depravado, gozar de privilegios injustos y conducir a la Nación a la catástrofe.
Las actuales oligarquías políticas son plenamente conscientes de que el único voto que les hace daño y que pone en peligro su cuidado sistema de privilegios y dominio, es el voto en blanco. Por eso lo han devaluado y por eso, arbitrariamente, lo han despojado de representación. En buena ley, en justicia y en democracia, el voto en blanco debería obtener, como cualquier otro, una representación en los parlamentos y asambleas municipales. Si los ciudadanos quieren que existan escaños vacios, ¿en base a qué criterios se les contradice? Los votos en blanco deben estar representados con escaños vacíos. Esos sillones vacíos serían un testimonio palpable del rechazo ciudadano al Estado oligárquico de partidos, a la corrupción, al abuso del poder y a privilegios injustificados.
En diversos países del occidente liberal está surgiendo una corriente favorable al voto en blanco en los procesos electorales. El enemigo contra el que se bate esta corriente es el sistema oligárquico de partidos que se ha ido consolidando tras la segunda guerra mundial.
Los portavoces de esta posición entienden que el mayor mal que nos azota no es que gobierne un partido u otro, sino la degradación del propio sistema. Cualquier avance hacia la democracia verdadera está taponado por una casta política abrazada a prácticas seudo-representativas y demagógicas que ya los griegos bautizaron como “oligocracia”. Modernamente hablamos de “partitocracia” para designarlas.
Ante esta situación, el fenómeno de la abstención es ambiguo. Puede reflejar posiciones de rechazo al sistema, pero también repliegue pasivo en la indiferencia política y, en ocasiones, pulsiones antidemocráticas. El voto en blanco es la única alternativa, ya que va directamente contra la línea de flotación de esa falsa democracia, sin renunciar a la democracia verdadera, reivindicándola con una disposición activa.
Mientras votemos a la oposición para castigar al gobierno, seguimos alimentando el sistema, seguimos otorgándole legitimidad. Beneficiamos a todos los partidos que viven del sistema y se burlan de nosotros. El partido que gana obtiene como premio el gobierno, pero los otros van a la oposición, donde también existen beneficios y privilegios: dinero público para el partido, sueldos pagados por los ciudadanos, coches oficiales y participación, como cuota, en instituciones y empresas públicas o dominadas por el poder político. También prestan legitimidad al sistema y aumentan la confusión de la población las minorías que participan en los procesos electorales con la única finalidad de conseguir publicidad, aireando programas más o menos radicales.
Si creemos que la posibilidad de un sistema democrático está bloqueada por la partitocracia, cada vez más cínica y corrupta, el voto en blanco es la mejor opción porque ese voto representa un claro mensaje al sistema: “somos demócratas y queremos democracia, pero no la vuestra, la que negáis o corrompéis, sino una democracia auténtica, limpia, en la que el ciudadano controle a los poderes y participe en los procesos de toma de decisiones”.
Si estamos convencidos de que la democracia se identifica con la plena soberanía nacional-popular, que es un sistema definido como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, votar en blanco es rechazar a los actuales caciques políticos y decirles que dejen de hablar en nombre de la democracia. Que somos ciudadanos, no súbditos. Que sin ciudadanos, sin atender permanentemente a la opinión ciudadana y sin ganarse cada día la confianza de los votantes, la democracia no existe y que lo que ellos están haciendo es apoyarse en una falsa democracia para ejercer un dominio depravado, gozar de privilegios injustos y conducir a la Nación a la catástrofe.
Las actuales oligarquías políticas son plenamente conscientes de que el único voto que les hace daño y que pone en peligro su cuidado sistema de privilegios y dominio, es el voto en blanco. Por eso lo han devaluado y por eso, arbitrariamente, lo han despojado de representación. En buena ley, en justicia y en democracia, el voto en blanco debería obtener, como cualquier otro, una representación en los parlamentos y asambleas municipales. Si los ciudadanos quieren que existan escaños vacios, ¿en base a qué criterios se les contradice? Los votos en blanco deben estar representados con escaños vacíos. Esos sillones vacíos serían un testimonio palpable del rechazo ciudadano al Estado oligárquico de partidos, a la corrupción, al abuso del poder y a privilegios injustificados.
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