El teatrillo de la política española es tan penoso, es tan falso, es tan decadente como lo demuestra el malintencionado, interesado y manipulado uso del lenguaje que hacen sus actores. Es una perversión del mismo que se aprovecha de la incultura y el iletrismo de la audiencia; y del generalizado relativismo ético tanto entre los emisores como en los receptores.
No hace mucho, la estrella ascendente de este teatrillo, Rosa Díez, presumía de que su partido es revolucionario. Venía a decir que sus propuestas de reforma del régimen juancarlista son tan radicales, están tan alejadas de los dogmas del PSOE y del PP, que pasan por revolucionarias. Los sondeos electorales nos dicen que muchos ingenuos se lo creen –no hay peor ciego que el que no quiere ver– y a otros despistados les sonó bien.
Pero la propuesta de Díez, que ella misma define como «progresista y liberal», no va más allá de un tímido reformismo del aparato institucional del régimen juancarlista. Porque sus propuestas en el resto de materias apenas se diferencian de las que puedan defender el PSOE o el PP. Sus reformas, además de irrealizables dentro de la propia dinámica del régimen, apenas alcanzan a arañar la piel del monstruo. Apenas sirven para canalizar el creciente malestar de miles de españoles en un vacuo discurso que no va a ninguna parte, que se propone por todo objetivo erigirse en el gozne del aparente bipartidismo juancarlista. Una explosión de gatopardismo autóctono: que todo cambie para que todo siga igual.
Díez promete aires nuevos para nuestro teatrillo. Nuevos y revolucionarios, dice. Para ello, en Cataluña ha acudido a veteranos e insignificantes liberales para vertebrar a su partido. El más representativo de ellos, Josep María Trías de Bes, que acude raudo aportando su ajado equipaje político. Se inició de joven en el comunismo y en el psocialismo, se instaló durante veinte años en el nacionalismo catalán convergente, y recabó en el PP catalanista de Piqué y compañía, desde el que no dudó en ofrecer su firme su apoyo al nuevo Estatuto de Cataluña. Lo dicho: que todo cambie para que todo siga igual.
No hace mucho, la estrella ascendente de este teatrillo, Rosa Díez, presumía de que su partido es revolucionario. Venía a decir que sus propuestas de reforma del régimen juancarlista son tan radicales, están tan alejadas de los dogmas del PSOE y del PP, que pasan por revolucionarias. Los sondeos electorales nos dicen que muchos ingenuos se lo creen –no hay peor ciego que el que no quiere ver– y a otros despistados les sonó bien.
Pero la propuesta de Díez, que ella misma define como «progresista y liberal», no va más allá de un tímido reformismo del aparato institucional del régimen juancarlista. Porque sus propuestas en el resto de materias apenas se diferencian de las que puedan defender el PSOE o el PP. Sus reformas, además de irrealizables dentro de la propia dinámica del régimen, apenas alcanzan a arañar la piel del monstruo. Apenas sirven para canalizar el creciente malestar de miles de españoles en un vacuo discurso que no va a ninguna parte, que se propone por todo objetivo erigirse en el gozne del aparente bipartidismo juancarlista. Una explosión de gatopardismo autóctono: que todo cambie para que todo siga igual.
Díez promete aires nuevos para nuestro teatrillo. Nuevos y revolucionarios, dice. Para ello, en Cataluña ha acudido a veteranos e insignificantes liberales para vertebrar a su partido. El más representativo de ellos, Josep María Trías de Bes, que acude raudo aportando su ajado equipaje político. Se inició de joven en el comunismo y en el psocialismo, se instaló durante veinte años en el nacionalismo catalán convergente, y recabó en el PP catalanista de Piqué y compañía, desde el que no dudó en ofrecer su firme su apoyo al nuevo Estatuto de Cataluña. Lo dicho: que todo cambie para que todo siga igual.
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