Viví mi niñez en Algorta, en la margen derecha del Nervión. Allí fui feliz aunque ajeno hasta casi el final de la inmemorial violencia que corre por las venas vascas. Sólo guardo en el recuerdo algún retorno apresurado a casa un domingo al mediodía por el eco de una algarada callejera, el nombre entre oficial y oficioso de una plaza en recuerdo a dos etarras, y el fin de mi microcosmos por el éxodo de los amigos y el regreso a mi pueblo cuando mis padres entendieron que las bombas se habían acercado en demasía a nuestra calle.
Durante muchos años mantuve gran estima por lo que tuve que dejar atrás. No por el gris y ahumado paisaje de la ría y del Bocho, sino por sus gentes. A todas, a los vascos-vascos y a los medio-vascos. Seguí teniéndoles en cariño y seguí recordando lo bien que había vivido allí, con ellos. Compartí ante otros los típicos tópicos sobre ellos: nobles, vehementes, hospitalarios, entrañables. Y seguí gozando como un enano mientras pude regresar por las amistades y por mis recuerdos. Pero el cariño ya se ha tornado amargura, la comprensión en rechazo, la complicidad en desprecio. Ya no viajo a la Concha ni paseo por la playa de Ereaga. A mis amigos les invito a mi casa, a mi tierra, por teléfono.
Hoy, por las televisiones, España entera ha presenciado el enésimo exabrupto de los nacionalistas vasquistas. Un perseguido político, Antonio Aguirre, ha sido agredido... y no por un cachorro con gasolina y capucha, no, sino por uno de sus muchos padres, tíos o abuelos. Por uno de esos que desde hace demasiado tiempo han sido sacados del mismo saco en el que los tontos útiles encerraban sólo a los violentos. Las vendas siguen cayéndose y quien permanece ciego y mudo todavía, es porque quiere.
La tan cacareada nobleza vascona no era tal. Es violencia innata, genética, inmemorial que desde hace más de doscientos años, por lo menos, exuda por su piel. La tan admirada dignidad vascona no era tal. Es grosera soberbia, violenta prepotencia, inocultable desprecio por los gentiles, por los no-vascos. Por esto ya no paseo por la playa de Ereaga.
Durante muchos años mantuve gran estima por lo que tuve que dejar atrás. No por el gris y ahumado paisaje de la ría y del Bocho, sino por sus gentes. A todas, a los vascos-vascos y a los medio-vascos. Seguí teniéndoles en cariño y seguí recordando lo bien que había vivido allí, con ellos. Compartí ante otros los típicos tópicos sobre ellos: nobles, vehementes, hospitalarios, entrañables. Y seguí gozando como un enano mientras pude regresar por las amistades y por mis recuerdos. Pero el cariño ya se ha tornado amargura, la comprensión en rechazo, la complicidad en desprecio. Ya no viajo a la Concha ni paseo por la playa de Ereaga. A mis amigos les invito a mi casa, a mi tierra, por teléfono.
Hoy, por las televisiones, España entera ha presenciado el enésimo exabrupto de los nacionalistas vasquistas. Un perseguido político, Antonio Aguirre, ha sido agredido... y no por un cachorro con gasolina y capucha, no, sino por uno de sus muchos padres, tíos o abuelos. Por uno de esos que desde hace demasiado tiempo han sido sacados del mismo saco en el que los tontos útiles encerraban sólo a los violentos. Las vendas siguen cayéndose y quien permanece ciego y mudo todavía, es porque quiere.
La tan cacareada nobleza vascona no era tal. Es violencia innata, genética, inmemorial que desde hace más de doscientos años, por lo menos, exuda por su piel. La tan admirada dignidad vascona no era tal. Es grosera soberbia, violenta prepotencia, inocultable desprecio por los gentiles, por los no-vascos. Por esto ya no paseo por la playa de Ereaga.
Esa violencia es tan consustancial a su conciencia de vascos puros que a los capos del nacionalismo calificado como democrático les ha parecido natural justificar la agresión. Afirman que la exhibición de banderas españolas fue una provocación intolerable, que la reunión de siete contra mil fue una contramanifestación ilegal, que el hecho de que sólo atizaran a uno y no a los siete es la evidencia de su autocontrol.
ResponderEliminarEsa violencia atávica, genética, no es una anomalía ni una excepción transitoria. Forma parte de su identidad euscalduna, de su esencia vital y de su falsa cosmovisión. En ellos, la divisa "tierra" (entiéndase terruño) y "sangre", la de los otros principalmente, cobra todo su significado. El sacrificio de los infieles en el altar de la patria sabiniana se les antoja una necesidad ineludible, una exigencia que se remonta hasta el origen de los tiempos. Son la jauría depravada que hace tiempo abandonó el monte para instalarse en la civilización, y que al grito de "Gora Euskadi" atacan al hombre.